MAN OF STEEL: el Superretorno a la pantalla grande
Superman ha recorrido un largo camino en su relación con la pantalla. Desde aquellos primeros y deslumbrantes cortos animados de los Fleischer en 1941, pasando por la icónica Superman: The Movie que marcó a fuego a toda una generación, hasta llegar a esa gema televisiva llamada Smallville, que durante una década supo reinventar el mito para nuevas audiencias. Cada una de esas versiones –porque eso son, versiones– ha abierto, cerrado o reinventado puertas en la mitología del Hombre de Acero.
Como sucede con toda gran figura mítica, Superman ha sido espejo y proyección de las miradas de los creadores que lo abordaron. Guionistas, directores, productores: todos han bebido, homenajeado, omitido y ampliado el canon, dando lugar a retratos diversos, a veces fieles, otras veces rupturistas, siempre personales.
Para muchos, Superman: The Movie representa la versión definitiva. Lo entiendo. Christopher Reeve como Superman fue, es y será la imagen perfecta del héroe: presencia, ternura, determinación y una humanidad luminosa que se colaba en cada gesto. Pero si bien Reeve era la fidelidad encarnada, el resto –Krypton, Luthor, los Kent, algunas tramas– era más bien una visión libre, incluso lírica, de Richard Donner y Mario Puzo. Y no está mal. Como dramaturgo y director teatral lo celebro: una versión no es una copia, es una mirada. Una adaptación no es calcar, es traducir. Interpretar. Crear. Y eso es arte.
Esa discusión eterna sobre la "fidelidad" en las adaptaciones siempre está latente, como una kryptonita emocional: entusiasma, divide, irrita o enamora, según los ojos que la contemplen.
Hoy, el tema que me convoca es Man of Steel, escrita por David S. Goyer y dirigida por Zack Snyder en 2013. Y aquí, lo aclaro desde ya, lo que sigue no es crítica objetiva ni análisis técnico: es una confesión de lector apasionado, de coleccionista incansable, de hombre que lleva casi cuatro décadas caminando junto al Hombre del Mañana. Es, simplemente, mi mirada. Mi vivencia.
Man of Steel es, para mí, una de las grandes películas sobre Superman. Así, sin más. Tras el intento fallido de Superman Returns –que, pese a todo, tiene momentos que rescato con cariño– sentía que el personaje necesitaba un regreso. Pero no uno cualquiera. Un regreso que fuera vital, arriesgado, desafiante. Algo que sacudiera el polvo del tiempo y lo devolviera al centro de la escena. Snyder lo hizo. Y lo hizo a su manera.
Desde la primera secuencia –acompañada por esa partitura monumental de Hans Zimmer que no acompaña: abraza–, Snyder nos lanza a un Krypton que jamás habíamos visto. Un mundo vasto, orgánico, trágico, con ecos de ciencia ficción dura y épica mitológica. No copia: remezcla. Toma elementos de múltiples encarnaciones del planeta natal y los funde en una visión estética y narrativa poderosa.
Ese Jor-El rebelde, casi mesiánico, que lucha contra la deshumanización de su civilización, que se lanza al combate por el alma de su pueblo... me conmovió. El nacimiento de Kal-El, único parto natural en siglos, es un acto de resistencia. Una afirmación poética de que todavía hay humanidad en medio del colapso. Y eso será el eje que atraviese toda la película: la búsqueda incesante de lo humano.
Snyder, lo sé, no deja indiferente. Se la juega. Toma decisiones. Asume riesgos narrativos que abren polémicas. Jor-El muere peleando. Lara, sin temblar, lanza a su hijo al cosmos. Jonathan Kent se inmola por proteger un secreto. Martha Kent, con una mirada, es capaz de detener al dios. Algunos se escandalizaron. Yo lo viví como lo que es: una reinvención consciente de un mito, una relectura desde el cine. No es un cómic animado. Es una película. Y el cine –como el teatro– necesita encarnar, reinterpretar, arriesgarse.
Snyder también explora con sutileza y potencia la dimensión simbólica de Superman. La figura mesiánica aparece, sí, pero no como imposición, sino como resonancia cultural. Clark busca respuestas en una iglesia, aconsejado por un sacerdote, en una escena que dialoga visualmente con la iconografía cristiana. Lo vemos esposado, escoltado por militares, en un eco estético del vía crucis. Son guiños, no sermones. Metáforas, no doctrinas.
En cuanto al elenco, fue una grata sorpresa. Amy Adams me convenció como Lois Lane con su temple y humanidad. Laurence Fishburne como Perry White aporta una autoridad serena que funciona. Y sí, confieso: al principio me chocó ver a una Lois casi rubia, a un Perry afroamericano. Pero bastaron minutos para darme cuenta de que lo esencial está más allá del color de piel o de pelo. Está en la presencia, en la voz, en la verdad con que encarnan esos personajes.
Y Henry Cavill... Ah, Henry. Qué difícil es ponerse el manto del más grande. Y sin embargo, Cavill logra algo precioso: darle a Superman no sólo cuerpo, sino alma. En su mirada hay duda, hay bondad, hay decisión. Es un Superman que todavía se está construyendo, y por eso lo sentí tan cercano, tan real.
Man of Steel no es un calco de lo clásico. Es una sinfonía reinterpretada. Una ópera visual que abraza los 77 años de historia del personaje, y los transforma en una experiencia cinematográfica potente, íntima y épica. Se nota que Snyder leyó, que investigó, que respetó. Luego eligió. Y eso es dirigir: elegir. Proponer una mirada.
Esta reseña no es un veredicto. No es la verdad revelada. Es apenas la voz de alguien que ama profundamente a Superman. Que lo ha leído, soñado, compartido. Y que, en esa sala de cine en 2013, volvió a sentir que el héroe estaba vivo, y que el símbolo de la esperanza seguía brillando.
Esperando con alegría y corazón abierto lo que venga.
Porque mientras Superman vuele, algo dentro nuestro también se eleva.
— Patricio López Tobares

Superman ha recorrido un largo camino en su relación con la pantalla. Desde aquellos primeros y deslumbrantes cortos animados de los Fleischer en 1941, pasando por la icónica Superman: The Movie que marcó a fuego a toda una generación, hasta llegar a esa gema televisiva llamada Smallville, que durante una década supo reinventar el mito para nuevas audiencias. Cada una de esas versiones –porque eso son, versiones– ha abierto, cerrado o reinventado puertas en la mitología del Hombre de Acero.
Como sucede con toda gran figura mítica, Superman ha sido espejo y proyección de las miradas de los creadores que lo abordaron. Guionistas, directores, productores: todos han bebido, homenajeado, omitido y ampliado el canon, dando lugar a retratos diversos, a veces fieles, otras veces rupturistas, siempre personales.
Para muchos, Superman: The Movie representa la versión definitiva. Lo entiendo. Christopher Reeve como Superman fue, es y será la imagen perfecta del héroe: presencia, ternura, determinación y una humanidad luminosa que se colaba en cada gesto. Pero si bien Reeve era la fidelidad encarnada, el resto –Krypton, Luthor, los Kent, algunas tramas– era más bien una visión libre, incluso lírica, de Richard Donner y Mario Puzo. Y no está mal. Como dramaturgo y director teatral lo celebro: una versión no es una copia, es una mirada. Una adaptación no es calcar, es traducir. Interpretar. Crear. Y eso es arte.
Esa discusión eterna sobre la "fidelidad" en las adaptaciones siempre está latente, como una kryptonita emocional: entusiasma, divide, irrita o enamora, según los ojos que la contemplen.
Hoy, el tema que me convoca es Man of Steel, escrita por David S. Goyer y dirigida por Zack Snyder en 2013. Y aquí, lo aclaro desde ya, lo que sigue no es crítica objetiva ni análisis técnico: es una confesión de lector apasionado, de coleccionista incansable, de hombre que lleva casi cuatro décadas caminando junto al Hombre del Mañana. Es, simplemente, mi mirada. Mi vivencia.
Man of Steel es, para mí, una de las grandes películas sobre Superman. Así, sin más. Tras el intento fallido de Superman Returns –que, pese a todo, tiene momentos que rescato con cariño– sentía que el personaje necesitaba un regreso. Pero no uno cualquiera. Un regreso que fuera vital, arriesgado, desafiante. Algo que sacudiera el polvo del tiempo y lo devolviera al centro de la escena. Snyder lo hizo. Y lo hizo a su manera.
Desde la primera secuencia –acompañada por esa partitura monumental de Hans Zimmer que no acompaña: abraza–, Snyder nos lanza a un Krypton que jamás habíamos visto. Un mundo vasto, orgánico, trágico, con ecos de ciencia ficción dura y épica mitológica. No copia: remezcla. Toma elementos de múltiples encarnaciones del planeta natal y los funde en una visión estética y narrativa poderosa.
Ese Jor-El rebelde, casi mesiánico, que lucha contra la deshumanización de su civilización, que se lanza al combate por el alma de su pueblo... me conmovió. El nacimiento de Kal-El, único parto natural en siglos, es un acto de resistencia. Una afirmación poética de que todavía hay humanidad en medio del colapso. Y eso será el eje que atraviese toda la película: la búsqueda incesante de lo humano.
Snyder, lo sé, no deja indiferente. Se la juega. Toma decisiones. Asume riesgos narrativos que abren polémicas. Jor-El muere peleando. Lara, sin temblar, lanza a su hijo al cosmos. Jonathan Kent se inmola por proteger un secreto. Martha Kent, con una mirada, es capaz de detener al dios. Algunos se escandalizaron. Yo lo viví como lo que es: una reinvención consciente de un mito, una relectura desde el cine. No es un cómic animado. Es una película. Y el cine –como el teatro– necesita encarnar, reinterpretar, arriesgarse.
Snyder también explora con sutileza y potencia la dimensión simbólica de Superman. La figura mesiánica aparece, sí, pero no como imposición, sino como resonancia cultural. Clark busca respuestas en una iglesia, aconsejado por un sacerdote, en una escena que dialoga visualmente con la iconografía cristiana. Lo vemos esposado, escoltado por militares, en un eco estético del vía crucis. Son guiños, no sermones. Metáforas, no doctrinas.
En cuanto al elenco, fue una grata sorpresa. Amy Adams me convenció como Lois Lane con su temple y humanidad. Laurence Fishburne como Perry White aporta una autoridad serena que funciona. Y sí, confieso: al principio me chocó ver a una Lois casi rubia, a un Perry afroamericano. Pero bastaron minutos para darme cuenta de que lo esencial está más allá del color de piel o de pelo. Está en la presencia, en la voz, en la verdad con que encarnan esos personajes.
Y Henry Cavill... Ah, Henry. Qué difícil es ponerse el manto del más grande. Y sin embargo, Cavill logra algo precioso: darle a Superman no sólo cuerpo, sino alma. En su mirada hay duda, hay bondad, hay decisión. Es un Superman que todavía se está construyendo, y por eso lo sentí tan cercano, tan real.
Man of Steel no es un calco de lo clásico. Es una sinfonía reinterpretada. Una ópera visual que abraza los 77 años de historia del personaje, y los transforma en una experiencia cinematográfica potente, íntima y épica. Se nota que Snyder leyó, que investigó, que respetó. Luego eligió. Y eso es dirigir: elegir. Proponer una mirada.
Esta reseña no es un veredicto. No es la verdad revelada. Es apenas la voz de alguien que ama profundamente a Superman. Que lo ha leído, soñado, compartido. Y que, en esa sala de cine en 2013, volvió a sentir que el héroe estaba vivo, y que el símbolo de la esperanza seguía brillando.
Esperando con alegría y corazón abierto lo que venga.
Porque mientras Superman vuele, algo dentro nuestro también se eleva.
— Patricio López Tobares

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